Fue salir de la piscina, abrir la puerta del vestuario y escapárseme un ¡CÓOOÑÓ!. Sí, este "CÓOOÑÓ" no es una errata, este coño fue con dos acentos y en mayúscula. Al fondo, una bestia se secaba ante la estupefacción de los ocupantes de los platos de ducha. En aquel humedal de sudor y cloro en repentino estado de patidifusión, los pasivos dilataban, los activos ereccionaban y los heteros claudicaban ante el monstruoso pollón del sujeto. El trípedo animal, proclamado por unanimidad monarca de la especie, se pavoneaba ante sus súbditos dándose contínuos pirindolazos con la toalla. El que suscribe, tras un segundo boquiabierto y paralizado de la impresión, se refugió en las taquillas de aquella recién instaurada falocracia. Acojonado ante la incomensurabilidad del aparato, no se atrevía a quitarse su bañador. Nunca antes recibió quejas de los de su raza, pero sospechaba que la situación podría ser más que delatora. Sin dejar de mirar al espejo que reflejaba estratégicamente a su rey, se bajó temeroso el Speedo. Las comparaciones suelen ser odiosas pero en este caso fueron catastróficas. El pene, por obra y gracia de unos cuarenta largos de crol, cambió de denominación: se había convertido en una pequeña cuca, minúscula y chuchurría. Intentó disimular su inesperada tara estirando el pellejo. No hubo éxito; como si de un caracol se tratase, cuanto más estiraba, más se engurruñía el mandao. Tres tirones le bastaron para rendirse a la evidencia. Cual chulo-piscinas, metió barriga y como si dos alacranes se hubiesen instalado en sus sobacos, se dirigió con andar zambo-macho hacia el plato que quedaba libre. Eso sí, sin dejar de ocultar con la toalla su ya inexistente picha.