Había que llamar antes para que nos apuntaran en la lista. “Cuatro, somos cuatro: dos parejas”, le dije a un afeminado interlocutor. Llevaba poco tiempo inaugurado, pero todas las noches colgaban el cartel de completo. El boca-oreja, y el boca-boca, hizo que se corriera su fama por toda la ciudad para acabar convirtiéndose en lo más cool del momento, un insufle de aire fresco para el ambiente tan depauperado que existía por entonces en Plutonia. Mi novio y yo acabábamos de cenar con Amancia y su recién estrenado amante en un pijísimo restaurante de las afueras, por lo que el listón había quedado muy alto. Epatar con nuestra propuesta, ésa era la intención. Paco el Ganfas, amigo y colega nuestro, había estado la semana pasada y no dejaba de recomendárnoslo. En los postres les solté, así de sopetón, el gayófilo plan, sin caer en la cuenta de que ella, justo hacía un año, había puesto fin a una relación de quince con un marido que resultó ser de nuestra especie. No pareció en principio importarle la idea a pesar del brillo absorto de sus ojos y pedir la venia a su pareja. Él no nos miró: nos perpetró. Sin embargo, tras la masacre instantánea a la que fuimos sometidos, en cinco minutos estábamos montados en su BMW con rumbo a Plumisferia.
La ubicación del club, frente a la catedral, le daba ya un halo transgresor que prometía. Ejercieron en la puerta su derecho de admisión y accedimos a un interior donde drags postmodernas servían copas en un garito dividido en pequeños salones ikeizados. Allí, las plumas, los crucifijos y customizados Airganboys compartían pared con enormes cuadros de divas setenteras. La inquietud del desconocimiento, del local y de nosotros mismos, había que romperla con la primera ronda. A Amancia, sólo le bastaron un par de sorbos para adherirse al entorno como una camaleona. El novio, más cauto, intentaba ganarnos mostrándose afable y no ajeno al lugar. Se sentía escrutado ante cualquier extraña reacción que tuviera, quizá distorsionado por la imagen televisiva que de las maricas malas tenía. Aún así, a pesar de su cautela, perdió dos comodines en su táctica de juego. Dos metidas de pata, infalibles por otra parte en las primeras citas con un par de maricones: un “a tomar por culo” y “yo tengo un amigo mariquita que...". Tras indultarle por esto, la noche fluía cordialmente y las conversaciones, brindis y sustancias varias eran aderezadas por un pinchadiscos que mezclaba con maestría éxitos de Gino Paoli, Mina o Little Tony con los patrios Raphael, Rocío Jurado o Pepa Flores. A las tres de la mañana mi estado era ya alucinógeno y me entretuve un instante en examinarla yo a ella. La buscaba pero no la encontraba. Se la veía feliz, radiante, pero distinta. Una mujer diferente a la que conocí hace quince años. Más relajada, menos tensa. Me resultaba extraño verla en este nuevo espacio y con este nuevo novio. Un hombre que la desnudaba con sólo preguntarle si quería otra copa. Un novio que la sacó a bailar cuando sonaban los primeros acordes del Cuore Matto. Un tío enganchadísimo hasta las trancas de ella. No se puede bailar así de ridículo si no se está enamorado.
Little Tony -