lunes, 12 de julio de 2010

La siesta


Quitó el silenciador y rotó la mazorca para asegurarse de
que no quedaran balas. Extrajo el cilindro y con un cepillo de dientes mojado en disolvente eliminó los residuos de pólvora. Ayudado con una varilla impregnada en aceite limpió el cañón. Acabó el ritual repasando con un trapo de algodón el armazón. Tras montarla de nuevo, sin dudar, la escondió detrás de la columna del lavabo, encima de donde guardaba el estropajo con el que limpiaba el baño.


La ola de calor africano rugía con fuerza a las cuatro de la tarde de aquel julio en la urbanización. Los rayos de Sol horadaban a sus anchas la persiana del dormitorio. Se acercó al balcón, fijó su frente al caliente plástico y descendió su ojo hasta dar con el rectángulo perfecto. Desde aquel luminoso objetivo contempló con satisfacción su hazaña: En una piscina teñida de rojo, flotaban dos cuerpos que minutos antes hacían saltos bomba. En el césped, junto a unas toallas y chanclas manchadas de sangre, una pequeña radio-cd escupía la última canción del disco de Lady Gaga. Poco antes, con Disco Heaven, cuatro niñas rubias de unos seis o siete años, fiambres ahora como los hombres bomba, coreografiaban a su diva ajenas a que aquel sería su último baile. La calma total era inminente y parecía que el tiempo se hubiese detenido en aquel conjunto residencial. Arguifonte, orgulloso de su provocada quietud, se sentó sobre la cama, abrió el cajón de su mesita y se colocó unos tapones en los oídos. Inocente él, presintió que ya podría echar una muy cálida, aunque placentera siesta.