domingo, 25 de octubre de 2009

De rositas


El verano se resiste a decir adiós y los barrenderos no tienen hojas de otoño para recoger. La luz de la mañana emerge exultante sobre una aletargada ciudad a punto de reactivarse. Un olor a churros y café inunda el centro de ésta. Las mesas y sillas de los bares van ocupando milimétricamente su espacio en las terrazas. Las carretillas transportan cajas que provocan un característico ruido al mezclarse el tintineo del vidrio con el rodar sobre el adoquinado suelo. Camiones y furgonetas descargan en los ennegrecidos muelles del mercado central frutas, carnes y pescado: los únicos cartuchos que les quedan para luchar contra las grandes superficies. Aquí, en esta parte de la alameda, el olor a pescado gana por goleada. En frente, los mimos y artistas, en improvisados camerinos a la intemperie, ultiman detalles en sus maquillajes antes de subirse al cajón. Al final, casi pegados al puerto, los kioskos de flores despliegan su mercancía, la más voluminosa del año, dando más color que nunca al día que se avecina: el día de los muertos. A este guirigay mañanero, se unirán en breve los turistas que desembarcarán, cámara en ristre, dispuestos a digitalizar media ciudad, no sin antes reventar con el desayuno que se autoservirán en el buffete del crucero.

Los primeros exploradores comienzan el asalto a la capital por el mar. Unos jóvenes enchaquetados aspirantes a ejecutivos -la mayoría agentes inmobiliarios- les miran de reojo mientras apuran el último cigarrillo antes de empezar a faenar. Ioana también los mira. La gran urbe está ya preparada para ser trabajada y viajada; incluso para ser robada. Ioana, amiga de lo ajeno, observa con atención a cada uno de los viandantes que pretenden infartar el corazón de la ciudad.

Primera presa: Mario, treintañero con rasgos caucásicos, eterno opositor a bombero. Error, no es un turista. Astuto él, se da cuenta del tirón a la cremallera de su mochila. Ella, más astuta, se esfuma entre la muchedumbre que ya abarrota la zona más turística de la capital de Plutón.

Segunda y tercera presa: Däniel y Raflex, pareja holandesa en viaje de novios. Däniel contempla embobado los edificios modernistas de la zona mientras su marido aguarda fila en el kiosko para regalarle una extraña flor ibérica: un clavel.

Cuarta presa: Ioana, nuestra protagonista. En el puesto de enfrente, Rubén, el vendedor de flores más veterano de la zona, harto de ver cómo día tras otro conseguía salir indemne de comisaría por la levedad del delito, conocía de sobra la técnica que la señorita venida del Este quería perpetrar contra Däniel. Se acerca sigilosamente por detrás y con rabia vuelca un cubo de agua sobre ella. Chorreando, la sujeta fuertemente de un brazo y le susurra al oído:

-Ahora ya puedes irte de rositas, hija de puta.

domingo, 18 de octubre de 2009

Zzz...


Dejadme dormir que mañana madrugo. No quiero besos, ni abrazos ni llamadas deseando un descanso. El móvil está apagado y el fijo descolgado. La persiana cerrada y mis oídos taponados. Tras cenar poco y batirme en duelo con Onán , no puedo resistirme a la invitación de María Luisa. Ahora no quiero más historias, ni dramas, ni siquiera chutes endorfinados. Ahora sólo quiero una noche en blanco. Sólo quiero dormir.



Dedos, planta, talón, gemelo...
Dedos, planta, talón, tobillo, gemelo...



sábado, 10 de octubre de 2009

De puntillas

Viernes noche. El descanso de los demás no hace otra cosa que avivar una curiosidad en alerta desde hace un mes. Todo empezó con una italiana. Hoy toca una alemana. A oscuras, con cuidado de no despertar a tu hermano, te levantas y marchas de puntillas hacia la cocina procurando no tropezar con el taquillón de la entradita. Con sigilo, cierras la puerta evitando hacer ruido con el pestillo. Cagado de miedo, pegas la oreja al cristal de la puerta y aguantas un segundo la respiración para confirmar que no escuchas la grave voz de tu padre. Ha habido suerte: no hay vida en casa; todos se han quedado sopa. Vía libre para avanzar excitado hacia el final en medio de un intenso olor a fritanga. Colocas una silla de hierro frente al mueble-máquina de coser y te acoplas. A tientas, consigues meter la clavija de los auriculares del walkman en el televisor pequeño que hay encima y te los colocas. Con un pie en garra sobre el borde del mueble, te balanceas y buscas el canal con el dedo gordo del otro. Aquí está. Menos mal. Acaba de empezar...