Conducía de regreso a casa en la última noche de verano. Veníamos de ver un microteatro en un bar del centro de la capital, un show pervertido de plumas, risas y diálogos. A cinco minutos de nuestro destino, y a quince de despedirnos, empezó a contarme lo que según él era su secreto:
—Argui, te tengo que decir algo muy importante. Llevamos ya dos meses juntos y creo que es justo que lo sepas.
Frené el coche de golpe pero mi corazón se aceleró. Un enfermedad, LA ENFERMEDAD, o una infidelidad. Dos únicas posibilidades rebotaban en mi hipocondríaca y malpensada cabeza.
—Que no Argui, de verdad, para mí es muy importante que lo sepas. Llevo sólo cuatro meses haciéndolo y lo más probable que en octubre cuando regrese vuelva a trabajar allí. Nene, siento que te he estado engañando todo este tiempo pero ahora que me conoces y sabes cómo soy realmente...
No daba crédito y es que parecía hablar totalmente en serio. En dos meses le había cogido mucho cariño y su aparente masculinidad hizo que me engañase como a una travesti paraguaya. Me confesó que hacía de una drag pavita y que por eso su nombre artístico era Dulce Pecado ("pues vaya mierda de nombre", pensé), que actuaba en dos salas de Madrid y que ganaba bien como para ayudarle a pagarse los estudios. Sólo lo sabían sus tíos, dos amigos y claro, ahora yo.
—Cuando se entere mi madre verás qué papeleta, un hijo maricón y transformista.
Como una piedra, ése era mi estado de reacción. Pestañeé rápidamente para despertar del noqueo y empecé a atar cabos sin sentido. Le pedí que subiera a casa, que no podíamos dejar la conversación así, pero cuando entramos le huí y me fui a mear aunque la revelación fuera para no echar ni gota. Tumbado en la cama me seguía relatando su hasta ahora oculta vida artística pero logré transformar lo que me decía en unos bla, bla, blás imperceptibles cuando cerré la puerta del baño...
—Pero Argui, ¿qué piensas? Necesito saber qué piensas, es muy importante para mí —me dijo lloriqueando cuando salí.
Respiré hondo y como si me fuera la vida en ello le solté:
—Pues no sé niño, no sé que decir. Me gustaría ir en plan guay y decirte que no me importa pero no es así. Me has pillado de sorpresa. Yo te voy a seguir queriendo igual pero ahora estoy un poco descolocado.
Mi cara ya debía estar lo suficientemente descompuesta como para que él empezara a apretar sus labios, activar su hoyuelo de la mejilla izquierda y soltar un sonora carcajada repleta de alambres de ortodoncia:
—¡Que no gilipollas, que es mentira!
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