Cuando llego a una ciudad y presiento que volveré a visitarla intento conectarme con ella arraigándome a algunos sitios y realizando de vez en cuando los mismos caminos para no parecer tan forastero. Bajarme en Sol, subir la calle Carretas hasta Atocha, parar en el cine Ideal, sacar una entrada y hacer tiempo tomándome un café en el Bar Pavón era ya para mí un itinerario habitual. Ayer hice el mismo recorrido obviando el tema del cine pues curraba en el fastidioso turno de tarde y sólo me paré a bichear la cartelera. Seguí andando con mono de cafeína y vi más carteles en otra fachada. Carteles de espectáculos, manifestaciones, alquiler de habitaciones... Carteles que cubrían un bar de toda la vida, castizo, sin pretensiones de moderneces ni wi-fis, donde la música la pone una tragaperras y la gente aún tira las servilletas al suelo. Allí donde una vez vi como un gordoncho se desplomaba delante de mí rompiendo las cuatro patas de un taburete o asistí desde la barra a una enternecedora conversación entre nieto y abuela...
Ayer al mediodía, al ver la cristalera enmarañada de papeles sentí por primera vez que ya no era tan forastero en esta ciudad. Mi bar había cerrado.
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