sábado, 6 de febrero de 2010

La piscina

Un verano en una provincia costera puede ser divertido a no ser que a tus padres se le ocurra la genial idea de comprar una casita en el campo. Tras los montes que rodeaban a la capital, existía un pequeño núcleo de casas de autoconstrucción que en el futuro llegaría a ser ciudad-dormitorio. La choza, con 1000 m2 de terreno para trabajarlo, estaba en lo más alto, en el quinto pino, en la quinta puñeta, en el quinto coño. Allí, rodeado de gallinas, pollos, conejos y estiércol pasaría yo varios estíos hasta que me hice un hombre. Según mi padre, criado en el campo y desde los nueve años cotizando en la Seguridad Social, hacerme un hombre consistiría en aprender varios oficios a la vez para saber de todo. Tareas como cavar el huerto; plantar tomates, berenjenas y pimientos; limpiar gallinas o cerdos y matar pollos o conejos para paellas domingueras eran combinadas con las del Vacaciones Santillana. Bienvenidos a mi primer verano en Plutón de la Torre: Ciudad de Ocupaciones.

Cuando caían la noches, un fascinante acontecimiento se producía en el campestre lugar. Las vecinas de la zona, tras cenar y dejar a sus maridos viendo la tele pelotazo en mano, bajaban con sus sillas e improvisaban una tertulia en la puerta de Mercedes La Tendera, algo así como un “Sálvame“ doméstico a la fresca, pero mucho más jugoso y sin mariquita mala por moderador. Yo, por aquel entonces un acneico Arguifonte, bajaba también con mi silleta de la playa y me colocaba entre mi madre y mi hermana para asistir embobado a semejante despliegue de cotilleos… La intimidad del vecindario no asistente quedaba al descubierto... que si Pilar, la niña de Alfonso "El Gasofa", se había echado un novio que trabajaba en El Corte Inglés y que seguro que la colocaba a ella; que si Paco "El Follaviejas" se había quedado otra vez parado; o cómo a Mariloli, la niña de Encarna, la que vende huevos casa por casa, la había pillado su marido en plena faena con Pepillo El Mecánico “desatascándole el motor“. Se meaban todas de risa al imaginársela, gordoncha ella, corriendo como las locas por el carril cuesta abajo... Las veladas estivales, amenizadas con cortes de vainilla y chocolate, pipas o un vasito de agua, dependiendo de la generosidad de Mercedes, acababan siempre a eso de las dos y era curioso cómo los altibajos del sonido de las charlas dependían de la jugosidad del cotilleo o la cercanía del vecino mentado. Uno de los chismes, que para casi todas pasó inadvertido, me llamó poderosamente la atención. Mientras las vecinas se tronchaban con lo de La Mariloli, pude oír cómo Rosa y Amaranta, las mozuelas del corrillo, cuchicheaban entre risillas nerviosas, algo acerca del alemán que había alquilado la casa de Romualdo...

Al día siguiente, tras cumplir mi jornada de trabajos forzados, decidí averiguarlo, motu propio. A la hora de la telenovela, mientras mi madre y mi hermana comprobaban in situ cómo Gabriela Suárez, La Dama de Rosa, se convertía en Emperatriz Guzmán para vengarse de Tito Clemente, cogí la Mobilette Cady de mi padre y puse rumbo hacia el gran aljibe que suministraba a todo el poblado. Desde aquel otero podría divisar perfectamente a mí objetivo germánico. La odisea no fue fácil. El carril no estaba asfaltado y el terrizo hizo que se obturase la bujía con una china por lo que tuve que parar. Subsanado esto, adelanté unos metros pero, por culpa de la pronunciada cuesta, el motor no dio más de sí, por lo que media subida la hice a patita arrastrando la moto. Una vez arriba, la escondí detrás de una caseta y esperé sentado en un pedrusco. Mejor vista del chalé de Romualdo era imposible. La sombra de la montaña acechaba ya el jardín de atrás. Montada la guardia, saqué el paquete de Fortuna y dos cigarrillos bastaron para que alguien se manifestara allí abajo. A las 16.43, según mi Casio negro, salió por la puerta de atrás un hombre, de unos cuarenta años con una toalla anudada a la cintura. El inquilino germano era bien parecido por lo que desde arriba podía intuir. Sin dilación, se deshizo de la toalla arrojándola al césped y, exento de marcas ni telas en su blanco y fibroso cuerpo, bordeó de puntillas la piscina habiforme. Paró un segundo para tocar con un pie el agua y se subió al trampolín. Ya en el filo de la tabla, se dio un tirón del prepucio revelándome así el esplendor de su miembro. Dubitativo, comenzó a dar pequeños saltos cada vez mayores hasta alzar los brazos y lanzarse de cabeza. Ni qué decir que el salto fue limpio y magistral, como ruidoso y excitante fue mi aplauso desde allá arriba, donde Dios dio la última voz.

6 comentarios:

  1. Hombre por dior, haber dejado la moto averiada en el lugar que se averió, porque tenías que regresar por el mismo sitio.todo menos llevarla arrastrando. Rosa y Amaranta seguro que habían realizado la misma escapada hacia la casa del alemán. ¿Te lo comiste?

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  2. Arguifonte voayer, este Arguifonte es nuevo!

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  3. A mi es que los prepucios son mi debilidad. Los últimos cuatro renglones del post me parecen magistrales.

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  4. Muy bueno tu post, adivino a que pueblo te refieres....A...de la Torre antes de llegar a A el Grande....je, je, je...Que noches de verano aquellas...Me resulta familiar..seguro que no fuimos los únicos que conocimos al alemán...je, je...Tú de día, yo de noche....

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  5. Mira que apañado el muchacho, nos acabas de descubrir que sirves tanto para un roto como para un descosido, con formación agrícola y una buena educación en redes sociales, activo voyeur desde muy jovencito, todo en un saludable entorno rural.

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  6. Lo del tirón del prepucio es una metáfora de algo verdad? ;)

    Los veranos infantiles es que dan para mucho, mucho. Vistos desde ahora los descubrimos cargados de sexo incipiente y una curiosidad a discreción que yo al menos no he vuelto a recuperar.

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