domingo, 28 de octubre de 2012

MI VENTANA INDISCRETA


   A veces... a veces exteriorizo demasiado lo que siento. Todo lo elevo a la máxima potencia con tanta velocidad como con la que se derruye una vez acabado el discurso. Suelo decir: "Vida aburrida, no precisamente la mía." ¿Que coño sabré yo de la vida? Aunque la viva todos los días y cuando no la vivo me la invento. Había pensado, desde niño, que la mejor opción de vida era la de estar solo. Ya me di cuenta de lo equivocado que estaba. Sinuosos caminos con el único fin de encontrarme con alguna presencia. Siempre a la búsqueda de una compañía. Compañía que alguna vez fue despedazada. Presencia a la que arranqué algún beso. Compañía a la que abracé con fuerza hasta  llegar a la extenuación. Presencia con la que me reí a mandíbula batiente. Compañía que fue follada torpemente. No me importaba el orgasmo. Sólo buscaba el roce, el contacto con el otro. Y aquí estoy: solo con mi inventiva. Solo, siempre solo.

   Soledad en mi apartamento,  minúscula habitación donde la radio o el televisor andan continuamente encendidos, oyendo el murmullo de locutores y presentadores que conviven conmigo, que se dirigen a mí pero que ni siquiera se percatan de mi existencia. Murmullos sólo interrumpidos por jadeos procedentes de los altavoces de mi ordenador. Solo pero acompañado de vecinos. A mi derecha, el vendedor de jamones infiel que se folla a viejas trasnochadas de discoteca. A mi izquierda, cuatro mozalbetes de vacaciones que, a pesar de la molestia que me ocasionan, echaré de menos en su partida. Se acrecentará entonces el temor a la vuelta de la misteriosa tos profunda que a su vez cohabita con ellos, ahora silenciada con tanta algarabía...

  Enfrente tengo el mejor antídoto contra la soledad. Ni Hitchcock hubiera conseguido una ventana más indiscreta que la mía. Ni buscada adrede.  El primer día que me instalé en Plutón, arranqué las cortinas para no perder detalle. Soy tan mirón que aprovecho cada tendida de colada para atisbar algo en otras ventanas. Amplios ventanales casi siempre abiertos de par en par en los que nacen y mueren historias renovadas quincenalmente, o de larga temporada, como tras la que  viven los negros que venden bolsos pirateados o la de aquel vecino del tercero, exiliado ahora en otra ventana, lejos de mi vista... Todavía erecciono cuando recuerdo aquella noche. Llevaba meses apuntando mi objetivo  hacia él. Un vecino al que nunca llegué a ver su cara, la perspectiva que tenía desde arriba cortaba su cabeza. Estudiaba por las noches sentado frente a su escritorio, con la luz del flexo alumbrando sus apuntes, su torso, su abultado paquete cubierto por un pantalón de chándal gris. Cada noche, antes de cenar, me asomaba por si llegaba el momento. Tenía que llegar  ese día, estaba seguro, y llegó, vaya si llegó. En mi época de estudiante lo hacía, varias veces incluso, no entendía por qué no iba a hacerlo  él. Un día, antes de irme a trabajar en el turno de noche, miré por última vez a través de los cuadraditos de la persiana. Llegué a tiempo. Ocurrió así, sin dilación, súbitamente. El chico se bajó el pantalón hasta llegar a medio muslo, reclinó la silla  y en un acto reflejo comenzó a batir con fuerza aquella postadolescente gran verga. 






(Reescritura de mi segundo relatucho.) 

jueves, 18 de octubre de 2012

HUYAMOS


   Y si volviéramos al origen, al principio de todo. Allí donde sólo nos hicieran falta nuestras manos para cazar o recolectar y nuestros brazos para amar. Donde no existieran bancos, ni hipotecas,  ni embargos, ni primas de riesgo y que llegar a fin de mes no fuera un problema pues el tiempo no estaría fragmentado. Un planeta donde para avisarnos sólo nos bastase un silbido para encontrarnos en un lugar en el que, desnudos en la noche, danzáramos alrededor de un fuego…


  Y si volviéramos a crear una civilización que nos gustase más... ¿Era esto lo que queríamos ser hace un millón de años?  Destruyamos de una vez este de por sí ya maltrecho planeta y huyamos a otro. Emigremos para trepar en otros árboles. Huyamos a Plutón.

martes, 16 de octubre de 2012

FUCK ME, LOVE ME, FUCK ME

   
  Resulta que llegas a casa del trabajo con la sonrisa que alguien desde hace algún tiempo te ha pegado en toda la cara. Te desnudas mientras ves el Facebook por si hay algún mensaje, te duchas y enciendes unas velas de vainilla en el pasillo. Vuelves a revisar el correo y te vas para la cocina a preparar la cena favorita de los dos. Pones los cubiertos y las servilletas mientras se hace. Ya no se oyen noticias en esta casa desde hace meses, sólo música que comienza a sonar desde el Spotify. Empiezas a entonar la canción. Posiblemente sea una de las que más hayas escuchado en los últimos meses. La has oído tantas veces que has logrado memorizarla e incluso entenderla. Te sientas en el sofá, en tu lugar. El suyo no será ocupado hoy, ni mañana, ni pasado.  Sigues cantando solo, tú con la cena favorita de los dos mientras las velas se consumen... “Fuck me, fuck me, fuck me, fuck me, you make come again…”




    Ya en la cama, antes de dormirte agarrado a una almohada y con un cojín entre las piernas la vuelves a tararear, casi como si fuera una oración... "Love me, love me, love me, love me, you make me love again..."

sábado, 13 de octubre de 2012

MI VIDA PASAR


   El otro día, camino de la estación del Cercanías, capturé esta imagen en mi pueblo. Los bancos, al igual que los trenes, siempre me llamaron mucho la atención. Son espacios de tránsito, de espera, de ver la vida pasar. Cuando miro a viejos sentados me da ternura y nostalgia a la vez. De pequeño solía sentarme con mi abuelo en uno que había en un bulevar del barrio. Allí, al caer la tarde, se reunían siempre en el paseo las mismas personas ocupando los mismos sitios. Incluso las charlas eran siempre las mismas. Yo nunca intervenía y es que por aquel entonces ya empezaba a instalarme en Babia, como hoy me sigo instalando en Plutón. Aún así, recuerdo con felicidad cuando llegaba el momento de ir buscar nuestro sitio. Una vez, una amiga me contó una curiosa anécdota de Cudillero, un pueblo de Asturias que visité en junio. Sentada mientras esperaba que su novio hiciese algunas fotografías al puerto, se le plantó  en jarra una vieja delante y le puso mala cara, casi amenazante. El motivo no era otro que allí, los asientos de los bancos, se heredaban de generación en generación. Una ley natural que al parecer cumplían a rajatabla.

   El banco puede que sea ya uno de los pocos lugares en el que la gente siempre se saluda al acercase, algo ya extinto en esta sociedad tan tecnológica y whatsappeada. Una sociedad enredada y virtual donde los "amigos" se cuentan por centenas pero que en pocas ocasiones seríamos capaces de rellenar ni siquiera uno como el de la foto. A los protagonistas, seguramente no les hizo falta móviles, ni Facebook, ni demás estupideces para encontrarse esa tarde. Cuando la hice me asaltó una duda, un temor. Siempre he tenido mucho miedo a la vejez, miedo al cómo será, al cómo de solo estaré. Me pregunté de qué forma, con la edad de ellos, vería la vida, mi vida pasar.