Huía hasta de mi sombra. Se repetían esos días en los que el hartazgo me consumía y la realidad me superaba. Cogí un mapa y con el dedo índice señalé un lugar donde hiciera calor en un ya insoportable frío y lluvioso Plutón. Buscaba un sitio donde existiera la nada más absoluta. Cuando llegué, me adentré con miedo en aquella nulidad y me senté sobre un peñasco. Toleré que un pleno Sol me achicharrara la sesera para que me inhabilitase la posibilidad de pensar. Cerré los ojos para ver qué pasaba. En los desiertos no se oye nada. Los desiertos suenan a eso: a desiertos. Miento. Se oía el zumbido del viento que movía la retama. Mientras tanto, en mi bolsillo, una maldita raya de cobertura se resistió a desaparecer y el sonido de un whatsapp quebrantó esa paz. Desde un móvil, a quinientos kilómetros de distancia, alguien me recriminaba que no le diese lo que otros con razón me habían exigido anteriormente, lo que quizá no sepa dar por culpa de esta hermética coraza oxidada que me oprime, que me mata de dolor y que cada día me pesa más.
Una buena razón para hacerse ermitaño que no cangrejo. Además ya estás en el sitio ideal.
ResponderEliminarAnda que irte al fin del mundo con la tecnología encendida...No tienes perdón de dios.
ResponderEliminarPero si vas contigo!!! , que mejor compañía.
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