Julia, nieta, hija y viuda de militares, vivía con Yanira, su
interna colombiana desde hacía diez años y con Franco, su chihuaha, en
un ático del madrileño barrio de Salamanca. Sin hijos por la gracia de
Dios, dedicaba su tiempo a libre a colaborar con la Cruz Roja. Ese día
iría con Juana, un año más, por calles y plazas del distrito
repartiendo banderitas además de pasear la hucha pero, antes de solidarizarse
con la miseria para asegurarse la gloria,
tomaron un descafeinado de máquina en una terraza de la Plaza de la
Independencia. Entre sorbos Julia barruntaba lo quería confesarle a su
amiga de toda la vida, compañeras de pupitre cuando estudiaron en
las Hijas de la Caridad. Aquella tarde estaba siendo rara para las dos. La charla era algo inconexa. Se les acabó la taza. Juana escribió al aire para pedir la
cuenta. Ella aprovechó su distracción para dibujarle su futuro:
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