Eran las doce y cinco de la mañana cuando dejaron de sonar las campanas
de la iglesia. Se aseguraba así que todo el pueblo estuviera metido en
misa viendo una representación viviente del nacimiento del niño Dios y
que no hubiera ni un Cristo en la calle. Ocurrió a las doce y siete de
aquel último domingo de otoño. Dos minutos le bastaron a Venancio para
coger su bicicleta, cruzar la plaza Mayor, entrar por la calle Larga
hasta meterse por la puerta falsa de la casa de Merceditas la
Polletona, la chati con la que había quedado por el Tinder.
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