martes, 5 de abril de 2016

TERESA


   Teresa trabajó como camarera de piso durante quince años en el Hotel Wellington de Madrid. Joven y bonita, tenía una mata de pelo tan larga que siempre la llevaba recogida con una trenza. Una noche, cuando estaba a punto de terminar su turno fue llamada a despacho por el director. Temía que la echasen como a Marga, que fue acusada de haber robado de la habitación de una inglesa un anillo de brillantes. Ella hacía unas semanas que se metió bajo el mandil unos gemelos del marqués de la 212 que acabaron en los puños de su novio Antonio por su primer aniversario. Le temblaban hasta las pestañas cuando dio dos toquecitos a la puerta del despacho de don Arturo. Se equivocó. Su jefe, puro en mano, le comentó que un torero que se acababa de hospedar en el hotel, un tal Manuel Benítez, la había visto subir en el ascensor de servicio y quería invitarle a cenar marisco en el restaurante. Ella ofendida rechazó la invitación. Teresa por aquel entonces era muy tímida pero tenía muy mal pronto y le contestó hecha un obelisco que tenía pretendiente y que ella no era ninguna puta.


   Teresa ya está jubilada y con el paso de los años no ha matado a nadie ni lleva la cabeza de ningún muerto en la bolsa de su derecha, no. Teresa lo único muerto que lleva en la bolsa es un pollo troceado y demás avíos para hacer puchero. Venía del mercado y cada vez que tenía la oportunidad contaba con una sinvergonzonería adquirida con los años la anécdota del torero. Ésa y la de que se peleó a tirones de pelos y tarascadas con una encargada sargentona que tenía al poco tiempo de empezar a trabajar en el recién inaugurado El Corte Inglés de Preciados. “La dejé la cara como un código de barras…”, se jactaba entre risotadas…




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