Fantaseó con la realidad e imaginó que aquel hombre que tenía
enfrente habría elegido la misma película que él, que sus entradas
marcarían asientos correlativos y que compartirían el apoya brazo en
aquella sala abierta sólo para los dos. Cuando salieran los títulos
finales le preguntaría a ritmo de jazz si le había gustado la última
irracionalidad de Woody Allen, echarle cara e invitarle a un café para
debatir el asunto. Del café pasarían a la cena, a una copa en su casa
para acabar follando como monos hasta quedarse dormidos, despertar
junto a él y encontrar en ese instante una felicidad extrema elevada a
un porcentaje infinitesimal rompiendo así el maleficio de
su tendenciosa dependencia emocional.
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